A veces escuchar la alarma que suena y encarar el día puede sentirse como una carga excesivamente pesada. “¿Para qué levantarse hoy?”. No siempre hablamos de enfermedades mentales graves o diagnósticos clínicos; muchas veces el malestar es otro: un dolor silencioso que tal vez no duele en el cuerpo, pero oprime el alma. A ese dolor se lo suele llamar vacío existencial y la mayoría de las veces, quienes lo experimentan tienen una vida “funcional” pero perdieron la brújula interna que da sentido a cada paso.
Ese vacío no aparece de un día para el otro. Se dibuja en la rutina monótona: el apuro de las mañanas, pantallas que nos distraen y encuentros cada vez más vacíos de contenido. Aunque siempre existió, actualmente se alimenta de las redes sociales que nos comparan con vidas aparentemente perfectas y de las expectativas sociales que nos imponen “éxito” y “felicidad” sin preguntarnos: ¿qué queremos nosotros de verdad?
Para reconectar con ese sentido perdido, podemos recurrir a herramientas sencillas pero poderosas. La escritura terapéutica, por ejemplo, nos invita a dedicar unos minutos diarios a volcar en el papel lo que late en nuestro interior. Sin filtros, sin juicios, se logra descubrir a menudo temas que rondan tu mente y podrás darles nombre. Uno se puede preguntar: “¿Qué actividad me hace sentir viva?”, “¿Qué proyecto me gustaría abrazar si supiera que no hay límite de tiempo?”. Completar esas frases puede revelar pasiones olvidadas o nuevas direcciones que valen la pena explorar.
El mindfulness o atención plena también se viene estableciendo como una práctica eficaz. Unos minutos de respiración consciente ayudan a anclar la mente en el presente y a romper los ciclos pensamientos repetitivos que alimentan el vacío. Se puede comenzar por una practica corta y fácil, hasta adquirir el habito: detener lo que uno está haciendo, cerrar los ojos y respirar con atención durante tres o cuatro respiraciones profundas para resetear el sistema emocional.
Finalmente, como repetidamente destaco con los niveles de ayuda, no subestimemos el poder del apoyo social. Compartir nuestro vacío con personas de confianza —un amigo, un grupo de escritura terapéutica o un espacio de escucha— puede aliviar la sensación de soledad interna. Saber que no estamos solos, que otros recorrieron o están recorriendo rutas similares, da fuerzas para seguir buscando.
El vacío existencial no es un signo de debilidad, sino una brújula que nos pide información acerca de nuestras necesidades más profundas para poder funcionar adecuadamente. Reconocerlo es el primer paso para reclamarnos a nosotros mismos y diseñar una vida que tenga sentido. Podemos empezar con pequeñas acciones hoy: escribir un párrafo, respirar con presencia o abrirnos al otro. Con cada paso, hacemos espacio para el sentido que, quizás, estaba esperando ser descubierto.